miércoles, 9 de julio de 2014

Alemania 7 - Brasil 1. Una historia de generaciones.

He jugado -o he intentado jugar- al futbol desde que tenía 10 años. Egresado de la escuela del América (así es, Atlistas colegas, allí comencé) seguí jugando intermitentemente en el colegio y otros sitios, hasta que hace casi 15 años Marcial Fernández me secuestró para caer en las redes del Sahara Español FC, en las inmediaciones del Ajusco, donde se juega a 2,600 metros sobre el nivel del mar y se beben 2,600 litros de ron y mezcal al año durante los terceros tiempos, a tan solo una hora de la ciudad de México. Hoy día, esta carrocería que llega ya cerca de los 47 mil kilómetros, exige más que nunca que seamos conscientes de algo inminente: todos tenemos el software del futbol, pero ya no contamos con el hardware que lo soporte.

Dicho lo anterior, justo a los 10 años presencié a colores la (segunda) eliminación de Holanda en una final en Argentina 78 -la primera fue en Alemania 74, pero entonces no entendía nada-, precisamente cuando ésta fue la anfitriona y los botines de Kempes fueron los mosquetes que fusilaron a los piratas naranjas en tiempos extra. Porque los holandeses, no hay que olvidarlo, ante todo han sido históricamente bucaneros. Me detengo un poco para comentar que vale la pena hacer referencia a La Pena Máxima, el libro de Santiago Roncagliolo, donde narra inteligentemente algunos acontecimientos alrededor de la Operación Cóndor, aquél acuerdo de las dictaduras sudamericanas de los 70 para compartir información y promover la lucha anticomunista en sus territorios, y que puso muy en entredicho la competencia debido el sospechosísimo triunfo de Argentina sobre Perú, que para acceder a la final tenía que ganar al país andino por diferencia de 4 goles. Ganó 6-0.



En ese mundial, México perdió 6 a 0 con Alemania. Desde esa Copa del Mundo, no recuerdo un marcador tan abultado en contra de mi siempre doliente selección, que se ha quedado permanentemente en las postrimerías de los festejos ahogados en la garganta del "ya merito", que es muy parecido al "ahorita".

Pero era la época en que todo México amaba a Brasil. Y yo amaba el futbol de Brasil.

Brasil representaba la máxima jerarquía futbolística a nivel mundial; el representante de todos los latinoamericanos que podía plantar cara al sempiterno predominio mecánico de Müller, Beckenbauer, Dino Zoff, Cruyff, Van Basten y el naciente Platini, todos nombres enormes que se medirían 4 años después a Sócrates, Zico, Falcao y Dirceu. En México se decía: "En un mundial México pierde, porque todo México le va a Brasil".


Así era Brasil para México: el hermano mayor al que había que aprenderle cómo se debe perder el miedo a los hermanos más mayores.

Pero algo cambió. La velocidad de la información, la inmediatez, la cosa de los futbolistas convertidos en rockstars y los rockstars adulando a futbolistas devenidos en comentaristas que se alquilan para comerciales... en fin. Todo un lío. Y allí iba Brasil. Y su futbol.

Recuerdo a un Dunga, capitán huraño y desalmado, tratando de enderezar el barco de una selección brasileña mediatizada que iba en picada a encallar en las inmediaciones de los estudios de TV. A un Bebeto y un Romario rompiéndose la crisma por tratar de encontrar la magia; a esa magia rota de Ronaldo (el de a deveras, no el figurín) que desapareció por lesiones de gordura y un Cafú que ni sus luces hoy día.

Ese Brasil poco a poco me fue desencantando. Cada día más marrullero; cada encuentro más controvertido y más decepcionante. Cada año viviendo eficientemente de las viejas glorias.

El peso de la historia es grande, y cuando tu historia está hiperventilada e hipertrofiada por la sobreexposición y la evidente falta de cautela ante una teleaudiencia de miles de millones de personas, la caída es mucho más dolorosa.

Hace tiempo me dejó de gustar cómo juega Brasil. Salvo Marcelo (Real Madrid), Oscar (Chelsea) y Dani Alves (Barcelona), que por su evidente estadía en equipos europeos saben lo que es echarse un equipo a los hombros en lugar de buscar timoratas jugadas predecibles cuyo "Jogo Bonito" sólo se encuentra en su impecable vocación histriónica, no encuentro qué me pueda seducir igual que cuando era niño. Y esto no tiene que ver con el 1 a 7 que marcaron contra Alemania. Dicho sea de paso, estoy seguro de que Alemania fue la más sorprendida en este día.

Vender más de lo que eres puede funcionar, pero sólamente una vez.

Hoy Brasil supo que había exportado su estilo de juego a Europa: ahora son cada vez más los jugadores europeos que se tiran clavados intentando engañar al árbitro. Y también se dio cuenta de que había perdido su magia, intentando jugar como europeo: rígido, acartonado, encorsetado.

Pero ahora, después de casi 30 años de la Copa del Mundo en México 86, donde todo mexicano era brasileño por adopción o mimetización, encuentro una feroz animadversión a ese Scratch du Oro que en otras ocasiones no dio grandes esperanzas y felices momentos, como embajadores plenipotenciarios de nuestra mediocridad. A nadie le gusta ya cómo juega Brasil. Nadie le cree y nadie confía en que sea un buen equipo. Me sorprendió ver el día de hoy, que de 20 personas que habían en el bar, 15 preferían a Alemania sobre Brasil. Explíquenle eso a Alemania, y entenderán su incredulidad de hoy.

Sin duda, es cuestión generacional. Y yo ya no tengo el hardware. Pero aún tengo ron y mezcal para el tercer tiempo.




Sahara Español FC.