lunes, 6 de junio de 2011

Quiero conocer a ese cabrón.

Escuchaba el concierto en solitario de Saúl Hernández con especial detenimiento cuando me asaltó el recuerdo de las tocadas de Las Insólitas Imágenes de Aurora en El Ágora de Insurgentes Sur, casi esquina con Barranca del Muerto. (Ciudad de México, para mayor referencia).

El que fuera entonces uno de los pocos espacios para presentaciones de rock en esta ciudad resultaba ser, para su tiempo, una librería de vanguardia con títulos inimaginables que decidió abrir el espacio a otras actividades alternativas, al igual que El Juglar y Gandhi.

Allí pude ver a varias bandas, y entre ellas a Las Insólitas, predecesores de Caifanes, Jaguares y del nuevo disco de Saúl. Allí y en otros sitios como el Tutti Frutti, el Foro Isabelino e incluso en el Bar 9, donde las bandas se presentaban en jueves, que era el día buga de este legendario recinto gay de la Zona Rosa.

Cuando escuchaba a Saúl, la nostalgia atajó mi pensamiento y pulsé la tecla de “rewind” en el reproductor de cassettes de mi cerebro donde sonaba un BASF de 90 minutos, y alcancé a escuchar otros nombres que tenía tiempo que no me venían a la cabeza: Anchorage, Alfil Rock, Iconoclasta, Syntoma, MCC (Música y ContraCultura), Broken Heart, el Grupo Montana (¿recuerdan qué mal sabían esos cigarros?), Sobrero Verde, -era maravillosa la creatividad para nombrar las bandas- y Pedro y las Tortugas.


Los que vinieron poco después abrieron brecha ya entrados los ochenta, cuando las disqueras comenzaron a poner un poco de atención, cosa que ya han olvidado hacer: Bon y los Enemigos del Silencio, Kerigma (válgame), los mismos Caifanes, La Cuca, La Maldita, y como decía el anuncio del cine de entonces: Futurama, y varios más.

Pero el recuerdo de las bandas me llevó directamente a otra cosa.

No me pondré a hacer un recuento de los daños y los años del rock nacional, sino del reinicio de los grandes conciertos en nuestro país, donde lo que más me intriga es saber quién fue el valiente que decidió hacer uno de los primero conciertos masivos de rock en estas tierras: Carlos Santana en el Nou Camp de la ciudad de León.

Muchas cosas se han escrito y hablado de los conciertos en México y de cómo poco a poco se fueron acercando los masivos a la ciudad, después de estar proscritos por más de 20 años. Queen, Santana, Bon Jovi, Rod Stewart, por contar algunos; todos fuera de la metrópoli.

En 1988, se anuncia que Santana vendrá a México con toda su banda, pero no se anuncia a dónde. Pocos días después se sabe que será en el estadio del legendario equipo de primera división, los "Panzas Verdes" del León: el Nou Camp.

Por supuesto compré boleto, y con un par de amigos nos lanzamos hasta allá, donde pudimos ver al héroe de Autlán tocar “Black magic woman”, entre el humo que soltaban los cigarros hechos ya del pasto de la cancha, a falta de algo más fuerte que había sido decomisado, junto con las cubas en “topers”, a las puertas del estadio.

23 años después pienso quién decidió jugarse el pellejo y se atrevió a llevar a cabo tal hazaña, con tantas variables en contra: un artista internacional, en un estadio (mundialista, por cierto), en una ciudad como León, entonces de 1 millón de habitantes, y a 400 kilómetros de distancia de su mayor mercado; un sistema de boletaje incipiente, una infraestructura de producción de conciertos prácticamente inexistente en la ciudad y una seguridad municipal no acostumbrada a manejar hordas de rockeros enardecidos.

¿El resultado? Un gran concierto y un saldo blanco.

Más allá de los riesgos que implicaba el retorno de inversión a través de la venta total del boletaje –esa noche no cabía un alfiler en el Nou Camp- y con todas estas variables en contra, el arrojo de quien ideó el traer a Santana a México, a esa plaza y en esos años, es verdaderamente admirable.

Y yo quiero conocer a ese cabrón.