sábado, 19 de septiembre de 2015

07:19 - 19/09/1985. Son 30 años.



La mañana estaba fría y todos bostezábamos en el salón de clase. La verdadera historia estaba lejos de saberse y la incredulidad y la desazón formaban una amalgama difícil de deglutir. Una realidad a la que no sabíamos por dónde entrar. Era necesario hacer algo, pero no sabíamos por dónde comenzar. A este texto le tomó 30 años nacer. 



Una mañana de leyes.  

Bajo el argumento de que había habido una sobredemanda por las áreas químico biológicas en el último año de preparatoria, las autoridades escolares decidieron abrir dos grupos del área destinada a encauzar -o desalentar, como fue mi caso- el interés del alumnado de continuar por los derroteros de estas disciplinas, mismos que dividieron por orden alfabético de apellido en Área II y Área II'. Por el nombre de mi familia, quedé en este segundo grupo que estaba sentenciado a tomar clase de derecho constitucional dos días a la semana a las 7 de la mañana.
El salón estaba situado en uno de los extremos del segundo piso del edificio de la preparatoria del Colegio Madrid, y la clase la impartía un profesor de nombre Fernando y un apellido que no es importante; el nombre tampoco lo es, pero por alguna razón lo recuerdo.
A las 7:19, como de costumbre, estaba sentado en la última banca al lado de la ventana y al pie de la pared que ponía final al salón cuando escuché a alguien decir las dos palabras mágicas que a la fecha constituyen la inconfundible señal de alarma transgeneracional: "está temblando". Puedo estar casi seguro de que fue Claudia Berea quien las pronunció al tiempo que se dirigía hacia la puerta de aluminio rojo por donde pasaríamos después.

A esa misma hora, en Mixcoac, alguien entra en un cuarto de baño para advertir a mi padre del movimiento telúrico, pero se le adelantan.  -"¿Está temblando?-" preguntó el médico bajo el agua, y el otro, por no asustarlo, contesta que no. -"Entonces me está dando una embolia-".

Fuimos varios los que en apariencia no nos alarmamos demasiado mientras rumiábamos el fatídico "ahora pasará", que tantas vidas habrá costado. Pero no cedía. El movimiento era continuo, en círculos y poco violento, y caminar en esas condiciones era más parecido a intentar deambular  por la borda de un bote con un mar inquieto, pero que no representa mayor peligro. Mientras, el tiempo iba consumiendo lo que quedaba de tranquilidad.
Éramos el único grupo en clase en todo el Colegio -los demás entraban a las ocho- y éramos pocos en el salón. Pero recuerdo bien algunas caras: Samantha Maerker, Elisa Pérez-Barbosa, Celina Rodríguez, Verónica Bunge (creo) y Guillermo Valdés.

1985. No existía la teoría del "triángulo de la vida", los protocolos de repliegue, las alarmas sísmicas los simulacros de evacuación o las reglamentaciones de "Protección Civil". Lo único que teníamos como referencia era que un par de años antes, en un temblor un tanto menor, algunas paredes de los baños del colegio se habían derrumbado y dejaban a la vista esos misteriosos espacios que en secundaria siempre se quieren conocer: el baño del sexo opuesto. Fuera de eso, el temblor de 1957, cuando se cayó el Ángel de la Independencia, era una historia más que contaban los padres y los abuelos, y todos coincidían en decir: "si tiembla, te pones debajo del marco de la puerta". Nunca supe por qué esta teoría. Habría que preguntarla a un ingeniero.

Debido a mi situación geográfica en el salón, fui el último en levantarme de la banca y en emprender el camino hacia la puerta, la cual, y gracias a consejos ancestrales, estaba atascada con 5 o 6 personas que permanecían justo allí sin moverse, sintiéndose más seguras. A la mitad del camino entre la banca y la puerta llegó el latigazo, seco y sin aviso. La tierra ya no giraba; rugía y se sacudía con fuerza, como un perro recién bañado. El gemido sordo de los segundos iniciales cedió al franco crujir de las columnas de concreto y al estruendo de los ladrillos cayendo por el pasillo por el que intentábamos alcanzar la escalera que nos llevaría a "tierra firme".



Como obleas gigantes, el plafón de yeso blanco del techo comenzó a caer sobre nosotros. El asta del Colegio, aquella donde a la fecha ondean las banderas de México y la de la República Española era un gigantesco metrónomo geológico sin ritmo coherente.

Llegamos hasta la escalera, tan sólo para darnos cuenta de que no podríamos bajar. El movimiento era tal, que los cuerpos de los edificios -el de salones y el de las escaleras- golpeaban furiosos uno contra otro y hacían saltar el mosaico del piso, mientras que las bocas de los desagües de los techos cedían al despiadado torcimiento al que estaban siendo sometidos.  Allí, asidos a las columnas con los brazos y piernas, todo era ruido y silencio; era premonición, terror e indefensión. Era la insignificancia de la especie humana ante un tenue reacomodo de la amodorrada naturaleza.

Dos minutos son una eternidad abrazando una columna que se mueve, y que no es precisamente el mástil al que Ulises se ató para no tirarse a las sirenas.

Algunos lograron bajar antes de los que nos quedamos detrás. Temerosos pero convencidos que la ausencia de ruido era también ausencia de movimiento, soltamos amarras y nos aventuramos a dar los pasos hacia abajo. De la planta baja del edificio ninguna puerta podía abrirse; las columnas habían estallado por el esfuerzo al torcerse y la policía que llegó casi en seguida, no dejaba entrar a nadie a las instalaciones del Colegio, pero tampoco nos dejaba salir a los que habíamos estado allí.

Pichi llegó en su Dart K rojo. Ella iba en Área I y entraba a las 8. No había sentido nada en el trayecto. Estábamos muy lejos de imaginar la magnitud de las cosas. Miramontes, el Instituto Cultural, el Multifamiliar Juárez, el Hotel Regis, Televisa, el Superleche, el edificio Nuevo León en Tlatelolco, las vías botadas en Álvaro Obregón, el maltrecho edificio del consultorio de mi padre y la orfandad a la que nos sometieron el permanente hedor a gas y la penumbra de muchas colonias, no estaban aún en el horizonte.



Se suspendieron las clases. Nos fuimos varios a casa de Pichi a pasar la mañana y en el trayecto escuchamos en la radio el verdadero deterioro de la ciudad. No era cierto; no podía serlo. Alguien manipulaba la información. El gobierno siempre lo había hecho y esta vez no era la excepción. ¿Cómo creer a un mensaje unificado en la radio cuando antes lo único que se transmitía en cadena nacional era el informe presidencial? Seguro mienten. Todas las emisoras. Pero... no había tele. No había canal 2; el medio estandarte gubernamental para difundir mensajes políticos no estaba al aire.

En Mixcoac, el doctor salió de bañarse y le dio poca importancia al movimiento. Uno más. Llevó a su hija a Ciudad Universitaria y se fue al Instituto Nacional de Cardiología, para que por la tarde encontrara el edificio de Mabe, en Insurgentes, Monterrey y Álvaro Obregón en un estado lamentable. El banco Serfín, contraesquina del consultorio, estaba en ruinas. El gerente que llevaba la sucursal y las cajeras que le atendían ya no estaban. Todos habían muerto. Incluso el bolero de la esquina corrió con la misma suerte. Con la misma muerte.



La réplica y la (des)información. 

María vivía en Madrid. En el periodismo, lo que hace nota es lo inusual. En el caso del sismo del 85, la nota era todo lo que se había caído. A nadie importaba lo que seguía en pie. La información que surgía en las primeras horas del sismo era demasiada, pero muy confusa y anárquica. Ante la total falta de cohesión de un mensaje oficial por parte del gobierno de Miguel de la Madrid, emisoras y diarios se dieron a la tarea de obtener la información de donde se debe: de la calle, y no del boletín. Todos coincidían. El número de muertos extraoficial era mucho mayor al estimado por las autoridades. Bastaba con hacer un pequeño cálculo. A saber, un edificio de Tlatelolco:  8 departamentos por piso; 4 personas promedio por departamento; 20 pisos. 640 personas en un solo lugar.
Hacia afuera, todo estaba devastado y las comunicaciones totalmente caídas. No había forma de comunicarse con el exterior. Años después María comentaba cómo se le estrujaban las entrañas de ver todos los edificios conocidos en el piso y de imaginar que la ciudad estaba completamente hecha añicos. "-Nadie nos dijo lo que estaba bien; todo era mostrar lo que estaba mal. Imaginamos siempre lo peor. Y más aún sin poder comunicarnos-" decía.

El resto del 19 fue la anarquía. Alguien había puesto la bota sobre el hormiguero y faltaba organizarse para reaccionar. Las hormigas, faltas de orden y roto el origen, buscaban espacios para reaccionar ante una magnitud que aún no se conocía. La mañana del 20 fue distinto. La sociedad se había organizado. Asumió su orfandad ante la inoperancia gubernamental y echó mano de sus propios recursos de supervivencia.

Brigadas de rescate, agua y comida para los brigadistas, coches disponibles para el traslado de heridos, y un sin fin de recursos que aparecieron como por generación espontánea en una sociedad que había parecido aletargada por años.


(Izquierda a derecha: Verónica Bunge, Constanza de la Macorra, Elisa Pérez-Barbosa, Samantha Maerker. La fotografía la tomé prestada de una página de FB)

Para la tarde del 20 organizamos una brigada a la Colonia Roma, una de las más dañadas. No había luz y el olor a gas era permanente. Caminar por la avenida Álvaro Obregón y sus alrededores era imaginar Beirut después de un bombardeo: edificios derrumbados, árboles caídos  Comenzamos a trabajar quitando escombros en la esquina de Monterrey y Coahuila, en lo que hasta hacía  24 horas había sido una ferretería y donde se escuchaba gente atrapada. Cuando llegó la réplica a las 19:38, las únicas luces que había eran las de los autos aparcados allí y algunas linternas. Todos nos dispersamos al centro del cruce de las calles y la pared de la tlapalería cedió ante el peso del techo, que se deslizó casi sin ruido hasta abajo. De las voces atrapadas que pedían ayuda sólo quedó el silencio.

Esa noche sí necesité más de un güisqui.

Los días posteriores fueron complejos y se vivieron dos realidades. La del apoyo solidario de la sociedad civil que removía escombros y acarreaba cubetas de agua, y la del gobierno intentando poner un orden informativo que nadie creyó nunca. La cifra oficial fue de 3,692 muertos; la extraoficial, la que todos manejamos siempre y que observamos, era muy superior.  En esos días y durante las labores de brigada, conocimos a personas y nos hermanamos con gente a la que después nunca volvimos a ver. Pero era suficiente con saber que podías confiar. Simplemente confiar.

Con los días, las labores de rescate en algunos edificios fueron dando paso a escombros marcados con cal y el hedor a muerte que salía del parque de beisbol del Seguro Social, convertido en una y gigantesca morgue a donde familiares llegaban a buscar a sus desaparecidos, inundaba la zona de Narvarte. La posibilidad de encontrar más sobrevivientes se debilitaba cada hora.



Un epitafio. 

Había que volver al colegio, pero éste se mantuvo cerrado por un mes en lo que se acondicionaban aulas temporales para poder terminar el año escolar. El edificio de la preparatoria no se volvió a utilizar sino hasta el ciclo siguiente, y las barras rojas que ahora ostenta la estructura son producto del reforzamiento del que fue objeto en esos días. A nosotros, los dos salones de Área II, se nos acondicionaron espacios dentro de la biblioteca general del Colegio.

Lentamente, con tropiezos y pausas, la ciudad se arrastraba para retomar de nuevo su anárquico ritmo, y la sociedad reaprendía esquemas de conducta cívica que duraron un par de años más, bajo el yugo de una paranoia telúrica que prevalece hasta nuestros días, aunque quizá un poco más conscientes. Aprendimos los protocolos de protección civil que a partir de entonces se implementaron y sabemos de simulacros. Pero el instinto siempre nos hará querer correr.

Al año siguiente, 1986, todo era el Mundial. El Estadio Azteca entero le recordó al presidente De la Madrid que recordaba el sismo con una rechifla monumental en el partido inaugural. Un año después del sismo, México había perdido algo más que un partido contra Alemania en Monterrey.


(Fotografía de Austral Foto)
















martes, 10 de marzo de 2015

Del iris a la retina digital(*)

*Texto publicado originalmente bajo el seudónimo de Andrés de la Calle en el número 3 de la hoy extinta Revista del Auditorio. 

El que un exótico –y en ocasiones molesto- mar luminoso de pantallas azuladas nos impida la correcta vista de un escenario en un concierto no es nada nuevo;  quejarse de ello suena más bien a lugar común y condenarlo es ya deporte nacional.
Roger Waters tiene una especial predilección por finalizar sus conciertos interpretando The tide is turning, tema con que cierra su álbum en solitario de 1987, Radio K.A.O.S., y la última gira que realizó por México presentando el renovado The Wall no fue la excepción. 
Sin embargo, en la fecha del 18 de diciembre de 2010, durante su primera tanda de conciertos –recordemos que regresó al Foro Sol en 2012- Waters hizo una alocución muy singular ante su público: “Me dijeron que México es especial; que los conciertos aquí tienen una magia particular y quiero confirmarlo. Amablemente les solicito que todos saquen sus móviles y los enciendan, para atestiguar este momento”. Al momento, más de 15 mil destellos iridiscentes iluminaron el recinto ante los fascinados ojos de un incrédulo Rogers Waters que, en ese ambiente, comenzó a construir un epílogo singular con la colaboración electrónica y la voz de las 18 mil almas congregadas que coreaban The tide is turning en lo que bien podría llamarse un acto litúrgico.


En mayo del 2012, cuando The Stone Roses regresaron a los escenarios después de un largo hibernar durante 16 años, Ian Brown, líder de la legendaria banda indie, se dirigió al público con las siguientes palabras: “si apagan sus cámaras, probablemente les sea posible vivir el momento”.  Los Yeah Yeah Yeahs, por su parte, instalaron sendos letreros a la entrada de sus conciertos en los que se leía la leyenda: “Por favor, no mires el concierto a través de la pantalla de tu dispositivo móvil. Por respeto y cortesía a la persona detrás tuyo y a la banda, guarda el maldito aparato”. 

Asumiendo que se trata de una tendencia con el objeto de preservar momentos inolvidables por la simple razón de contar ahora con la posibilidad tecnológica de hacerlo, entonces ésta va en aumento.  Pero lo cierto es que una inmensa mayoría de quienes han fotografiado o videgrabado alguna parte de un concierto con algún dispositivo móvil, no vuelven a verlo nunca y mucho menos llegan a descargarlo en una computadora. Nos cuesta imaginar a alguien haciendo un álbum fotográfico o de videos de sus conciertos, como si fuera una página dedicada a fotografías de acontecimientos relevantes de la familia.

Entonces, ¿por qué sustituir el iris por una retina digital?. ¿Qué es lo que produce el acto reflejo de tomar nuestro teléfono móvil y disparar incansablemente durante un concierto o un espectáculo? Los detractores y ortodoxos aducen argumentos simplistas como falta de educación y poca cultura; “la tecnología tan a la mano”, dicen.  Los más avezados hablan del fenómeno del irrefrenable deseo que genera la necesidad  de compartir con el mundo, a través de las redes sociales, experiencias únicas a los que los demás no han tenido acceso. Es la historia de la autoafirmación que dista mucho de la simple banalidad de preservar una memoria. Y entre compartir (share) y hacer saber hay una considerable diferencia.

Este peculiar fenómeno que ha evolucionado y se ha sofisticado al paso mismo de la tecnbología, ha ido in crecendo y no es privativo de los conciertos de rock o de pop, ni está identificado con un sector poblacional o edad determinado de los asistentes; lo encontramos por igual en espacios abiertos que cerrados, en conciertos de jazz o música contemporánea, al igual que en las salas de música de concierto, las cuales han comenzado a sufrir los embates de esta tendencia y barajan actualmente la posibilidad de instalar dispositivos para evitar el uso de móviles. Pero estas medidas sólamente inhibirían la comunicación, pero no las funciones de cámara de los dispositivos, lo que les deja de nuevo en punto cero. Pero no todos son apocalípticos. Algunas orquestas como la Sinfónica de Detroit han invitado a su público a fotografiar y grabar sus conciertos con el propósito de subir este material a todo tipo de plataforma de red social para que funcione como promoción. Y en algunos casos el tamaño sí importa: sin recato ni pudor alguno, hay quien echa mano de un iPad para grabar a manos llenas –literalmente- un concierto durante una hora y media, o el tiempo que su presupuesto para tarjetas de memoria le permita.

El debate ha sido parte fundamental de la industria en los últimos años, y aún no se logra un consenso sobre el verdadero efecto de esta  situación, en la que una parte del público ha llegado al extremo de pagar un boleto para un concierto con el único objeto de verlo de forma virtual, a través de la pantalla de su teléfono, es decir, la virtualización de los espectáculos en vivo.


El caso de Roger Waters bien podría tomarse como el paso de una ciudadanía que ha dejado de fumar y ahora expresa con la luz de los displays de sus celulares lo que en los 80 y 90 hacía con los encendedores (mecheros). Y a pesar de que la ortodoxia ha decretado que los móviles en los conciertos son de mal gusto, las tendencias tecnológicas dicen lo contrario.

Un concierto es un espacio donde coinciden personas de diferentes credos, ideologías y estratos sociales con el fin de compartir un espacio/tiempo común, que es la interacción del ellos como público con el objeto de la devoción, que es el artista, que sin su público, simplemente dejaría de existir. Unos se necesitan a otros. Y el móvil es una extensión de esta comunión; es llevar a un nivel de trascendencia la necesidad inmediata de expresarse poniendo en línea lo que sucede al momento. Pero es la espada de Damocles la que rige este nuevo ritual: simplemente observar y vivir el momento, como exige Ian Brown de The Stone Roses; preservar una memoria para el muy personal acervo gráfico o la necesidad de  demostrar que se tiene acceso a donde los demás no, y hacerlo saber.

Es innegable que la experiencia de la música en vivo se ha visto modificada apenas a una década de que los teléfonos inteligentes irrumpieran despiadadamente y dictaran nuevas formas de conducta en las diferentes sociedades, situación que hace obligatorio repensar la relación espacio – tiempo, que nos acerca a la interpretación de un sentido totalmente nuevo, donde el tiempo de un concierto puede ser cualquiera –incluso alguno al que no nos hemos enterado que hemos asistido- y donde el espacio no es otro más que la nube de internet.


Y lo que sigue es el canto de las sirenas, así que habría que escoger a qué mástil nos atamos.




sábado, 29 de noviembre de 2014

Love of Lesbian: crónica de una rabia (o todo es culpa de Varona).


Hay rabias que ni con una botella de malta; o de mezcal. Pero todas las rabias tienen una historia. 

Mientras escribo estas líneas, termina el que imagino ha sido un inolvidable concierto de Love of Lesbian en el Teatro Metropólitan de la Ciudad de México. Y yo en casa. Y me jode. Y mucho. 

En una charla en camerinos del Lunario con Pancho Varona, previa a una de sus presentaciones de Noches Sabineras al lado de Antonio García de Diego, comentábamos cuáles eran las agrupaciones españolas actuales que considerábamos más destacadas, y entre ellas mencionamos Love of Lesbian. Emocionado y sorprendido, el Comandante Varona sugirió que deberían venir a México a tocar en directo y en Lunario, con lo cual estuve totalmente de acuerdo. Vehemente e impredecible como es, el tocayo nos puso en contacto enseguida a Julián Saldarriaga, a Jose de Ceballos -manager del grupo- y a un servidor para que lo que había nacido en una charla se hiciera realidad. 

Allí comenzó la aventura. Era febrero del año 2012. 

Durante meses, Jose y yo intercambiamos correos, observamos fechas, condiciones atmosféricas, rutas de viaje, hábitos alimenticios y finalmente logramos coincidir en que Love of Lesbian viniera a México a tocar. Pero diversas viscicitudes hicieron que llegaran primero no a Lunario, sino al Festival Vive Latino del año 2013. La primera experiencia mexicana de la banda resultó apoteósica. Que quede claro: todo lo iniciaron Varona y Julián. Cúlpesele a ellos, señor juez. 

Honrando un "pacto entre caballeros" (Sabina dixit) -donde debo decir que el único caballero ha sido él y no yo- Jose de Ceballos concretó de nuevo una fecha para ese mismo año en Lunario. El viernes 27 de septiembre, el Lunario del Auditorio Nacional de la Ciudad de México fue testigo de uno de los conciertos más inolvidables con localidades agotadas, de una de las bandas más propositivas de la actualidad española. 

Hagamos ahora un pequeño paréntesis. 

Lucía es una chica de 10 años que va al colegio y hace ballet 4 días a la semana. Es fan a rabiar de Mecano, de Rosana, de Placebo y se duerme escuchando La Flauta Mágica de Mozart y por las mañanas gusta de emular a la Reina de la Noche mientras intenta cantar el aria de esa ópera que es el reto más grande para cualquier soprano. Devora libros como boquerones, es admiradora declarada de la narrativa de Edgar Alan Poe y últimamente ha viajado  un poco más por Lovecraft. Sí. Tiene una particular predilección por los textos de terror. Vamos, una mujer de principios que además, tiene el muy cuestionable gusto de pasar algunos días con su padre, es decir, yo. En pocas palabras, la mujer de mi vida. 

Mientras coquetea con la idea de ser astrónoma o diseñadora gráfica, escucha igual la séptima de Beethoven y los nocturnos de Chopin, los discos de Big Time Rush y asiste a conciertos de Katy Perry,  -"Pero dedicarme a conciertos, nada, papá"-. Más claro, ni el agua.  

Cerremos el paréntesis. 

Hará un par de semanas que Jose escribió. Estarían en Gudalajara en el Teatro Estudio Cavaret, sala hermanada con Lunario por muchas razones y que María Luisa Meléndrez lleva con particular devoción. Después, Ciudad de México al Metropólitan, a cerrar con un incuestionable sold out

Un viernes cualquiera habría comenzado con las habituales juntas, llamadas, revisión cuentas personales por pagar de fin de mes y con la mirada puesta en el fin de semana. Vamos, cualquier cosa. Pero uno no cuenta con que se muera Chespirito, con que le pidan información determinada y muy específica que lleva tiempo compilar, con que es viernes y con que Lucía decida que es buena época para pasar un tiempo con su padre. 

Y es viernes... 

Jose llama al móvil alrededor de las 7 de la noche. -Te esperamos- dice -y te dejo tu entrada en la taquilla del teatro. Será un concierto de casi 3 horas-. 

La siguiente secuencia transcurre en minutos. 

Hago llamadas, cierro todo, dejo la oficina y paso a recoger a una Lucía que ha pasado el día pegada a sus propios mocos y a la que trato de persuadir con todas mis argucias disponibles de ir al Teatro Metropólitan, aún a pesar de verle la cara cansada y constipada. Le digo, -¡es Love of Lesbian y tenemos que ir!-. 

No hay poder humano. Ni siquiera invocar poderes alternos lo habrían logrado. 

Y la rabia subía de tono. 

Derrotado, mascullando mi desgracia y ya en casa, escribo a Julián y a Jose para advertirles que me sería imposible llegar. Todo trayecto en la Ciudad de México toma una media de 40 minutos. Pero además, no había forma. El padre derrotó al fan. 

Duermo a Lucía con una nueva versión de la Flauta Mágica que conseguí gracias a un amigo melómano mientras leemos el Gran Libro de los Misterios con cuentos de Daniel Defoe.  Decido que es tiempo de poner en blanco y negro la impotencia de no haber podido llegar al concierto de Love of Lesbian hoy en la ciudad de México, al tiempo que trato de mitigar la rabia de la desilusión debatiéndome entre una malta o un mezcal; Escocia vs México. Este encuentro lo ganó Escocia.

Comienzo a teclear y alguien me escribe. Es Jose.






Afortunadamente, sé que tendremos Love of Lesbian para rato. Pero la rabia de hoy no se quita con nada. Ni siquiera ahogándola en Escocia.




miércoles, 9 de julio de 2014

Alemania 7 - Brasil 1. Una historia de generaciones.

He jugado -o he intentado jugar- al futbol desde que tenía 10 años. Egresado de la escuela del América (así es, Atlistas colegas, allí comencé) seguí jugando intermitentemente en el colegio y otros sitios, hasta que hace casi 15 años Marcial Fernández me secuestró para caer en las redes del Sahara Español FC, en las inmediaciones del Ajusco, donde se juega a 2,600 metros sobre el nivel del mar y se beben 2,600 litros de ron y mezcal al año durante los terceros tiempos, a tan solo una hora de la ciudad de México. Hoy día, esta carrocería que llega ya cerca de los 47 mil kilómetros, exige más que nunca que seamos conscientes de algo inminente: todos tenemos el software del futbol, pero ya no contamos con el hardware que lo soporte.

Dicho lo anterior, justo a los 10 años presencié a colores la (segunda) eliminación de Holanda en una final en Argentina 78 -la primera fue en Alemania 74, pero entonces no entendía nada-, precisamente cuando ésta fue la anfitriona y los botines de Kempes fueron los mosquetes que fusilaron a los piratas naranjas en tiempos extra. Porque los holandeses, no hay que olvidarlo, ante todo han sido históricamente bucaneros. Me detengo un poco para comentar que vale la pena hacer referencia a La Pena Máxima, el libro de Santiago Roncagliolo, donde narra inteligentemente algunos acontecimientos alrededor de la Operación Cóndor, aquél acuerdo de las dictaduras sudamericanas de los 70 para compartir información y promover la lucha anticomunista en sus territorios, y que puso muy en entredicho la competencia debido el sospechosísimo triunfo de Argentina sobre Perú, que para acceder a la final tenía que ganar al país andino por diferencia de 4 goles. Ganó 6-0.



En ese mundial, México perdió 6 a 0 con Alemania. Desde esa Copa del Mundo, no recuerdo un marcador tan abultado en contra de mi siempre doliente selección, que se ha quedado permanentemente en las postrimerías de los festejos ahogados en la garganta del "ya merito", que es muy parecido al "ahorita".

Pero era la época en que todo México amaba a Brasil. Y yo amaba el futbol de Brasil.

Brasil representaba la máxima jerarquía futbolística a nivel mundial; el representante de todos los latinoamericanos que podía plantar cara al sempiterno predominio mecánico de Müller, Beckenbauer, Dino Zoff, Cruyff, Van Basten y el naciente Platini, todos nombres enormes que se medirían 4 años después a Sócrates, Zico, Falcao y Dirceu. En México se decía: "En un mundial México pierde, porque todo México le va a Brasil".


Así era Brasil para México: el hermano mayor al que había que aprenderle cómo se debe perder el miedo a los hermanos más mayores.

Pero algo cambió. La velocidad de la información, la inmediatez, la cosa de los futbolistas convertidos en rockstars y los rockstars adulando a futbolistas devenidos en comentaristas que se alquilan para comerciales... en fin. Todo un lío. Y allí iba Brasil. Y su futbol.

Recuerdo a un Dunga, capitán huraño y desalmado, tratando de enderezar el barco de una selección brasileña mediatizada que iba en picada a encallar en las inmediaciones de los estudios de TV. A un Bebeto y un Romario rompiéndose la crisma por tratar de encontrar la magia; a esa magia rota de Ronaldo (el de a deveras, no el figurín) que desapareció por lesiones de gordura y un Cafú que ni sus luces hoy día.

Ese Brasil poco a poco me fue desencantando. Cada día más marrullero; cada encuentro más controvertido y más decepcionante. Cada año viviendo eficientemente de las viejas glorias.

El peso de la historia es grande, y cuando tu historia está hiperventilada e hipertrofiada por la sobreexposición y la evidente falta de cautela ante una teleaudiencia de miles de millones de personas, la caída es mucho más dolorosa.

Hace tiempo me dejó de gustar cómo juega Brasil. Salvo Marcelo (Real Madrid), Oscar (Chelsea) y Dani Alves (Barcelona), que por su evidente estadía en equipos europeos saben lo que es echarse un equipo a los hombros en lugar de buscar timoratas jugadas predecibles cuyo "Jogo Bonito" sólo se encuentra en su impecable vocación histriónica, no encuentro qué me pueda seducir igual que cuando era niño. Y esto no tiene que ver con el 1 a 7 que marcaron contra Alemania. Dicho sea de paso, estoy seguro de que Alemania fue la más sorprendida en este día.

Vender más de lo que eres puede funcionar, pero sólamente una vez.

Hoy Brasil supo que había exportado su estilo de juego a Europa: ahora son cada vez más los jugadores europeos que se tiran clavados intentando engañar al árbitro. Y también se dio cuenta de que había perdido su magia, intentando jugar como europeo: rígido, acartonado, encorsetado.

Pero ahora, después de casi 30 años de la Copa del Mundo en México 86, donde todo mexicano era brasileño por adopción o mimetización, encuentro una feroz animadversión a ese Scratch du Oro que en otras ocasiones no dio grandes esperanzas y felices momentos, como embajadores plenipotenciarios de nuestra mediocridad. A nadie le gusta ya cómo juega Brasil. Nadie le cree y nadie confía en que sea un buen equipo. Me sorprendió ver el día de hoy, que de 20 personas que habían en el bar, 15 preferían a Alemania sobre Brasil. Explíquenle eso a Alemania, y entenderán su incredulidad de hoy.

Sin duda, es cuestión generacional. Y yo ya no tengo el hardware. Pero aún tengo ron y mezcal para el tercer tiempo.




Sahara Español FC. 


viernes, 21 de marzo de 2014

Hiromi. Crónica de un día cualquiera.


8:30 de la mañana. Jueves.

Suena el móvil y Fidel, con voz de ultratumba comenta: "-¿Has leído ya el correo que te envié?". A la mitad entre la tarea de freír un huevo y dejar sonar la tetera para el café, evidentemente no había leído nada.   "-Hiromi no alcanzó a tomar su vuelo. Saldrá de Seattle en el siguiente que encuentre". Y el concierto era esa misma noche.

Tenía mucho tiempo que había querido trabajar con ella. Sabía que no había tocado nunca en México y las corazonadas, parte fundamental de la enloquecida dinámica de esta industria, me decían que sería un acierto que viniera. Así que nos pusimos a la tarea de buscarla y convencerla para que formara parte de la serie de conciertos con los que el Lunario celebraría sus primeros 10 años de vida.

10:00 am. Fidel de nuevo.
"-Anthony (Jackson) y Simon (Phillips) sí se subieron al avión. Llegan en punto de las 13:30. Pero el problema es que Hiromi no tomó el vuelo. Tocaron anoche en Seattle y no dejaron que Anthony subiera su 'Counter Bass Guitar' -instrumento inventado por él mismo- al avión, así que ella se quedó a arreglar el asunto con todo y el bajo y (pensamos que) sale en un vuelo vía Atlanta para después llegar acá". La parte de la frase que más me preocupó fue el "Pensamos qué..."

El vuelo de Seattle a Atlanta toma 5 horas. Sumemos 2 horas más por cambio de horario, 7. Un par de horas más para cambiar de avión para la Ciudad de México y 3 horas con 15 minutos de vuelo de Atlanta para acá. "-Estimamos que llegue a las 18:30-" dice un nada sosegado Fidel que buscaba mantener la calma aún a pesar suyo. Lo imaginaba frenético; casi tanto como Hiromi transformándose al frente de un piano.

Por simple aritmética, mis cálculos (y también lo renales) me decían que dadas las circunstancias, tenía que pensar en un pequeño discurso para dirigirme a los 500 asistentes que esperábamos para esa noche, y agradecer que en Lunario no se sirviera nada con naranjas, para que no me las tiraran a la cabeza.

La llamada llegó alrededor de las 10:30. "-Ya tomó el vuelo a Atlanta- decía Fidel -pero puso un correo que su maleta salió antes, y que no trae ropa ni maquillaje".

El día transcurría normal (claro, cómo no) y junta tras junta se fueron consumiendo las horas de angustia y las palabras de mi discurso para referirme al respetable no llegaban a la cabeza.

15:30 horas. Fidel de nuevo.
"-Anthony y Simon ya llegaron. Ella ya tomó el vuelo a México, pero ellos están agotados. Parece que la altura de la ciudad (2,240 metros sobre el nivel del mar) les ha afectado. Y necesitamos un #@¢$%& aparatejo para el bajo de Anthony que ella trae en su maleta-".

Ok. Así, o más complicado.

Natalia en los almacenes en búsqueda frenética de un atuendo para la artista; Laura, a cargo de la maquillista; Isaías, con su avezado instinto de RRPP en el aeropuerto para sacarla rápido con Fidel,  y yo... es jueves y me toca comer con la Diabla. Eso sí, con el móvil en la mano en todo momento.

19:40 horas.
"-Ya estamos aquí".
Por fin. Hiromi de buen talante pero evidentemente cansada por el viaje. Agradecida por las viandas y los atuendos y maquillajes. Hace un pequeño souncheck y aprueba el piano y el audio de la sala para después retirarse a descansar un poco al término del ensayo.

20:30 horas.
Simon decide ir al hotel a bañarse. El concierto es a las 21:00 horas. Menuda hora para tomar decisiones.

21:07 horas.
Simon está de vuelta. Se agradece su puntualidad cuasi británica. Comienzan a escucharse algunos silbidos inconformes en la sala. Me angustio.

21:17 horas.
Comienza la primera de un par de noches inolvidables, donde estalla el virtuosismo y la luz de la música llena una sala que después de dos horas de concierto se entrega por completo a Hiromi y a sus acompañantes en una ovación de pie.

23:30 horas.
Fidel me manda al carajo cuando le pregunto si se habían quitado las fundas de los sillones del camerino. Merecemos todos un descanso después de un día cualquiera. Lo hemos logrado. Y lo mejor: no tuve que preparar ningún discursillo con palabras que nunca llegaron para explicar al respetable lo que había sucedido.












miércoles, 28 de agosto de 2013

Pequeño homenaje a Juan García, Mario Rangel y María Serrano.




Juan, Mario y María.

Una mañana de hace muchos años, el camión del Colegio Madrid se detuvo en una legendaria esquina de las calles de Goya y Augusto Rodin a recoger a un insoportable adolescente de secundaria y a un párvulo de primaria, cuando dos personajes particulares sitiaron al bus para exigir que los recién subidos bajáramos a despedirnos de ellos.

Colgado de una de las ventanas del autobús, uno de ellos pedía a voz en cuello explicaciones de por qué habíamos salido de casa sin despedirnos, mientras el otro intentaba persuadir al chofer de esperar un poco más, explicando que esa acción era necesaria para enseñar modales a los mocosos, algo demasiado tarde ya para entonces.

Tras mantener como azorados rehenes a varios chiquillos, nos liberaron cuando comprendimos que, en efecto, eso sólo sería posible si nos apeábamos. Así que lo hicimos. Beso, bendición, y vámonos ya.

Aquella madrugada, Juan García de Oteyza y Mario Rangel aterrorizaban a unos y avergonzaban a otros, mientras la cómplice mirada de María les observaba con una nada discreta sonrisa desde la puerta de la casa donde desayunaban, después de haber mancillado de forma inmisericorde mi para entonces aún incipiente colección de LPs.

De aquella mañana, un maravilloso recuerdo de aquellos tres sonriendo para siempre.

Ahora seguro ríen los tres juntos.


Un pequeño homenaje, con lo que solían bailar.

https://www.youtube.com/watch?v=wzZlz_jxp_8  

martes, 31 de julio de 2012

Manolo Tena, Alarma y Marilyn Monroe.

Un profesor de la universidad dijo alguna vez: "Aquellos que se acuerdan de los 60, es porque no los vivieron". Tenía razón.

Marlyn Monroe era, para muchos de nuestra generación, una gran incógnita. Solía aparecer en algunas películas malas, referenciada y reverenciada aquí y allá en algunas revistas del corazón y sabíamos que había sido amante de John F. Kennedy. No mucho más. 



El 5 de agosto se cumplirán 50 años de la muerte de Norma Jean Mortenson, la mujer que conmocionó a toda una nación al cantarle el Happy Birthday al presidente de la primera potencia mundial, y al mundo entero, al jugar con su vestido blanco en una de las rejillas del metro y posteriormente con su muerte, que la convirtió en uno de los más grandes éxitos de la incipiente era de la información a través de los grandes medios de comunicación. 

En 1987, una estación de radio localizada en el 590 del dial de AM en la ciudad de México, Espacio 59, difundía un tema de una banda española de nombre Alarma!!!. La primera estación en México totalmente dedicada al rock en español tenía en el carrier "Marilyn", una pieza poco ortodoxa para una época en la que abundaban los temas llenos de ritmos para mover las caderas, las hombreras de los sacos, los colores pasteles y los copetes ridículos al estilo A Flock of Seagulls. 

En esos años, 21 Japonesas había llegado a mi vida junto con Azabache, Triana, Bloque, Asfalto y Un Pingüino en mi Ascensor entre muchas otras bandas, todas ellas nacidas de la Movida Madrileña y cuyos nombres bien merecen un texto aparte. Entre ellos, llegó Alarma!!! con dos temas: "Frío" y "Marilyn". 

Pero el disco, simplemente no existía en México. Los dos temas estaban grabados en cinta y guardados bajo llave en la oficina del director.  

En algún momento de 1989 apareció en la recepción de la emisora un tipo alto, delgado, de origen español y que respondía al nombre de Manolo Tena. Llevaba bajo el brazo su primer disco en solitario, "Tan raro", que había producido de forma independiente. Se había lanzado a la aventura a México y escuchó que en Rock 101 -para ese año Espacio 59 había dejado de existir- se programaba rock en español. Llegó solo, se presentó ante un incrédulo colaborador que no sabía si creerle o no, y quería mostrar su material para tener la oportunidad de sonar en este país. 

De ese encuentro salió una entrevista de casi 3 horas que se convirtió más en un interrogatorio sobre qué era lo que hacía en México, su nuevo disco en solitario y su historia con Alarma!!!. 

Recuerdo que Manolo comentó que de ese segundo y último disco de Alarma!!! -de título En el lado oscuro- se habían hecho apenas dos mil copias y que lo único que le quedaba era el master; él no tenía un solo acetato. 

Algún tiempo después, muy amablemente Manolo me hizo llegar un DAT (Digital Audio Tape, para quienes no sepan de qué formato hablamos) con todo el disco grabado, de donde pudimos rescatar las versiones de "Frío" y "Marilyn" para programarlas de nuevo en la emisora. 

La Marilyn de Alarma!!! había venido a dar a México una versión muy particular de todo aquello que la belleza rubia había tenido que vivir, en la muy peculiar interpretación de Manolo Tena y la inquietante versión de una banda española que, casi 30 años después de su muerte, le rendía un muy digno homenaje para que, sin saberlo, una generación completa se identificara con ella a través de la música de Alarma. 

El paso de los años y Ana Belén ayudaron a inmortalizar a la Marilyn de Manolo y compañía, pero el día de hoy, unos cuantos días antes de que se cumplan los 50 años de su muerte, la versión que prevalece -y con la que queremos congraciarnos hoy- gracias a la tecnología, es la original. 

Recuerdos del porvenir, en palabras de Elena Garro. 

"Marilyn".  Alarma!!!. Versión original.