lunes, 18 de julio de 2011

De Facundo Cabral (y otros muertos)

Toda muerte es ciertamente lamentable y condenable y abre nuevas cicatrices sobre cada una de las que apenas creemos van cerrando. Toda muerte violenta lo es aún más, hasta el límite del desasosiego.


Dudo que en estos tiempos podamos siquiera acercarnos, no sin cierto recelo, a aventurar un cálculo de cuántos han muerto en estas guerras que nos rodean, que no es la "guerra contra el narco", sino la guerra contra nosotros mismos.


El tejido social de este país ha alcanzado grados inimaginables de descomposición y que día a día cuesta más trabajo creer, pero que también día a día se van convirtiendo en parte del paisaje, minando hasta lo más profundo nuestra ya de por sí muy mermada capacidad de asombro. Ceguera de taller, es que le llaman.


Es sólo hasta que muertes como la de Facundo Cabral, figura pública, o la del arquitecto Javier Serrano, vienen a sacudir un poco la modorra de estos nuestros tan maltrechos países.


No conocí a Facundo Cabral ni mucho menos intimé con él. Pero sí me identificaba con el discurso.


Mi acercamiento a su música fue a través del mismo canal por el que me llegaron tantas canciones como las de Inti-Illimani, Quilapayún, Daniel Viglietti, Paco Ibáñez, George Moustaki, Mercedes Sosa, Violeta Parra, Víctor Jara, Soledad Bravo, Patxi Andión o los exiliados Víctor Manuel y Serrat.


Para 1973, año en que México abre sus puertas a tanta gente buena de América del Sur que huía de las dictaduras, mi afinidad por esta música -cosa que no me sucedió con la nueva trova cubana, posterior a este movimiento- me unía también a una buena parte de las historias que conocí de primera mano en el Colegio Madrid, institución académica fundada por exiliados españoles republicanos en la que estuve enclaustrado por 12 años y donde comprendí a través de muchos de mis compañeros el dolor del destierro de Argentina, Chile y Uruguay, principalmente.


De muchos de ellos, a la fecha sé. Algunos se han vuelto a la patria y otros decidieron hacer de ésta la suya que habían perdido.


Pero la música siempre ha perdurado en mi como un vínculo irrestricto de simpatía y relación con aquella época, tan antagónica como anárquica, al grado que conservo vivo el recuerdo de cómo me molesté con mi hermano Pedro cuando cambió el disco original de "Sticky Fingers" de los Rolling Stones por dos de Quilapayún.


Era la época. No había cabida al discurso yanqui, e incluso los Stones, en el paroxismo de la radicalización, eran considerados yanquis.


En casa, las tardes de bombo, charango, quena y zampoña eran frecuentes. Y allí conocí a Facundo Cabral, al que alguna vez recuerdo haber ido a ver a la Peña del Cóndor Pasa, cuando ésta y otras, como la Peña de los Folkloristas, eran los lugares para la hermandad con la música latinoamericana.


Sin embargo, a Facundo Cabral en su momento se le cuestionó el no haberse comprometido con ciertas causas sociales y el comportarse como una veleta política, asimilando los cambios de forma rápida y reacomodándose socialmente en varios escenarios políticos.


Esto lo supe pocos días después de su muerte.


Mucha gente puede haber cambiado de bando y camiseta, de bandera y misión; muchos otros por ser coherentes también han sabido encontrar la fórmula de entrar en el negocio. Hay cosas que no encuentro muy coherentes en Silvio Rodríguez, por ejemplo, con el discurso de la Revolución Cubana y que podrían ser altamente cuestionables.


No defiendo ni condeno a Silvio o a Facundo; lo que me sacude más es la muerte de Cabral y el consiguiente desencanto, que me ha dejado como un crío al que le han quitado una paleta que pensó que le duraría toda la vida.


Creo que el desencanto es una de las peores experiencias en la vida, pero el desencanto de la muerte es uno de los más difíciles de sobrellevar. El desencanto de ver que detrás de cada muerte no habrá más que el crudo silencio que ésta deja como imborrable rastro.


El sábado de la muerte de Facundo Cabral publiqué un "tuit" en mi cuenta personal (@JackPantanos). Éste decía: "Hoy me duelen Monterrey –en referencia a los 20 asesinados a sangre fría en un bar de aquella ciudad- y Guatemala. Dónde dolerá mañana?".

Sí me duelen las muertes y me duele mi país. Me duele Lucio Cabañas, y por supuesto también la mujer de Lucio.


Hay poco margen de acción, pero mientras haya posibilidades de hacerlo, habrá que hacerlo, porque me jode también todo esto, como que se mate a creadores o que se retire a Jorge Volpi de Italia, con un argumento tan bizarro como endeble y ridículo, así como así.

lunes, 4 de julio de 2011

El Rolls Royce de Rigo Tovar

Lo vi en su casa en 1994 cuando fui asignado para entrevistarlo con el objeto de evaluar la posibilidad de hacer una telenovela sobre su vida. El productor sería Luis de Llano.

De aquellos días, deben estar guardadas por allí alrededor de 9 cintas con todas las entrevistas que le hice a Rigo en una modesta casa en el barrio de Tlalpan, por allá donde se cruzan Insurgentes Sur y avenida San Fernando.

Lo primero que llamaba la atención al llegar a esta casa de clase media era constatar que no se trataba de una residencia enorme, o lo que imaginaríamos que el autor tamaulipeco, icono de la música tropical de los 70 en nuestro país, podría ostentar como su habitáculo.

Traspasar la puerta de la calle era introducirse en un espacio lleno de recuerdos de cuando niño, escuchando a Rigo Tovar y su Costa Azul en todas partes: el mercado, el taxi, el trolebús, la cocina de casa y en alguna que otra boda de una de las primas mayores.

Al tiempo que cruzaba el pequeño pasillo que conducía al interior de la casa y pasaba justo al lado del maravilloso Rolls Royce Phantom de Rigo, imaginaba cómo habría hecho Rigo para traerse semejante ejemplar de ingeniería perfecta desde el Reino Unido.

La casa era por demás minimalista. Carecía casi de muebles y todas las habitaciones estaban pintadas de blanco, y un barandal de madera que recorría todas las paredes de la casa servía de guía a un Rigo Tovar que para entonces ya había perdido la vista por completo debido a una retinitis pigmentosa, que incluso le llevó a Londres a tratársela en 1977. Supongo que de ese viaje habrá salido el Rolls Royce. La verdad es que nunca lo supe. Nunca se me ocurrió preguntarle.

En los días subsecuentes, me enteré –más gracias a los comentarios de un personaje misterioso que siempre estaba junto a Rigo y cuyo nombre deben también guardar las cintas- de que Rigo tenía 32 hijos naturales reconocidos y que con motivo de un aniversario más de su carrera, había rentado el hoy extinto salón Riviera (en División del Norte y Cuauhtémoc), celebración a la que invitó a todas sus mujeres, a quienes sentó en una misma mesa.

En 1995 estaba cerca de casarme y tuve la peregrina idea de pedirle a Rigo el Rolls Royce como mi coche de bodas. “Con una condición”- contestó. “-Con que me dejes tocar en tu boda”.

Salí esa tarde de casa de Rigo verdaderamente perplejo y lleno de ideas de cómo producir el banquete de mi boda, y corrí a contárselo a mi “contraparte contrayente”. Iba por un coche y salí con él y un grupo (más que) versátil.

Por un prurito de mi raquítica conciencia, pensé que quizá no sería del todo buena idea, y después de ver la cara de mi novia, comprendí que no habría cabida alguna a la discusión del punto; la noche de la boda corría el riesgo de convertirse en un concierto de Rigo Tovar –sin su Costa Azul- y competiría con la estrella de la noche. Y no hablo precisamente de mi.

Hice números. La producción sería muy costosa, además de pagar el desplazamiento correspondiente de los músicos del SUTM. Desistí y se lo comenté a Rigo, quien amablemente entendió las razones, no sin sentirse un tanto decepcionado.

Terminó por no ir a la boda y yo sin el Rolls Royce que pensé podría transportarnos, pero siempre cordial, Rigo mandó su regalo correspondiente.

Hice los primeros 5 capítulos de una telenovela que nunca se grabó, pero que a la fecha sigo pensando habría sido un gran homenaje a uno de los más grandes compositores de música tropical de este país y que, según estadísticas, logró reunir en un concierto a más gente que el Papa Juan Pablo II en Monterrey.

Números son números. Y no todos los coches son para todas las noches.


Mi Matamoros Querido