Toda muerte es ciertamente lamentable y condenable y abre nuevas cicatrices sobre cada una de las que apenas creemos van cerrando. Toda muerte violenta lo es aún más, hasta el límite del desasosiego.
Dudo que en estos tiempos podamos siquiera acercarnos, no sin cierto recelo, a aventurar un cálculo de cuántos han muerto en estas guerras que nos rodean, que no es la "guerra contra el narco", sino la guerra contra nosotros mismos.
El tejido social de este país ha alcanzado grados inimaginables de descomposición y que día a día cuesta más trabajo creer, pero que también día a día se van convirtiendo en parte del paisaje, minando hasta lo más profundo nuestra ya de por sí muy mermada capacidad de asombro. Ceguera de taller, es que le llaman.
Es sólo hasta que muertes como la de Facundo Cabral, figura pública, o la del arquitecto Javier Serrano, vienen a sacudir un poco la modorra de estos nuestros tan maltrechos países.
No conocí a Facundo Cabral ni mucho menos intimé con él. Pero sí me identificaba con el discurso.
Mi acercamiento a su música fue a través del mismo canal por el que me llegaron tantas canciones como las de Inti-Illimani, Quilapayún, Daniel Viglietti, Paco Ibáñez, George Moustaki, Mercedes Sosa, Violeta Parra, Víctor Jara, Soledad Bravo, Patxi Andión o los exiliados Víctor Manuel y Serrat.
Para 1973, año en que México abre sus puertas a tanta gente buena de América del Sur que huía de las dictaduras, mi afinidad por esta música -cosa que no me sucedió con la nueva trova cubana, posterior a este movimiento- me unía también a una buena parte de las historias que conocí de primera mano en el Colegio Madrid, institución académica fundada por exiliados españoles republicanos en la que estuve enclaustrado por 12 años y donde comprendí a través de muchos de mis compañeros el dolor del destierro de Argentina, Chile y Uruguay, principalmente.
De muchos de ellos, a la fecha sé. Algunos se han vuelto a la patria y otros decidieron hacer de ésta la suya que habían perdido.
Pero la música siempre ha perdurado en mi como un vínculo irrestricto de simpatía y relación con aquella época, tan antagónica como anárquica, al grado que conservo vivo el recuerdo de cómo me molesté con mi hermano Pedro cuando cambió el disco original de "Sticky Fingers" de los Rolling Stones por dos de Quilapayún.
Era la época. No había cabida al discurso yanqui, e incluso los Stones, en el paroxismo de la radicalización, eran considerados yanquis.
En casa, las tardes de bombo, charango, quena y zampoña eran frecuentes. Y allí conocí a Facundo Cabral, al que alguna vez recuerdo haber ido a ver a la Peña del Cóndor Pasa, cuando ésta y otras, como la Peña de los Folkloristas, eran los lugares para la hermandad con la música latinoamericana.
Sin embargo, a Facundo Cabral en su momento se le cuestionó el no haberse comprometido con ciertas causas sociales y el comportarse como una veleta política, asimilando los cambios de forma rápida y reacomodándose socialmente en varios escenarios políticos.
Esto lo supe pocos días después de su muerte.
Mucha gente puede haber cambiado de bando y camiseta, de bandera y misión; muchos otros por ser coherentes también han sabido encontrar la fórmula de entrar en el negocio. Hay cosas que no encuentro muy coherentes en Silvio Rodríguez, por ejemplo, con el discurso de la Revolución Cubana y que podrían ser altamente cuestionables.
No defiendo ni condeno a Silvio o a Facundo; lo que me sacude más es la muerte de Cabral y el consiguiente desencanto, que me ha dejado como un crío al que le han quitado una paleta que pensó que le duraría toda la vida.
Creo que el desencanto es una de las peores experiencias en la vida, pero el desencanto de la muerte es uno de los más difíciles de sobrellevar. El desencanto de ver que detrás de cada muerte no habrá más que el crudo silencio que ésta deja como imborrable rastro.
El sábado de la muerte de Facundo Cabral publiqué un "tuit" en mi cuenta personal (@JackPantanos). Éste decía: "Hoy me duelen Monterrey –en referencia a los 20 asesinados a sangre fría en un bar de aquella ciudad- y Guatemala. Dónde dolerá mañana?".
Sí me duelen las muertes y me duele mi país. Me duele Lucio Cabañas, y por supuesto también la mujer de Lucio.
Hay poco margen de acción, pero mientras haya posibilidades de hacerlo, habrá que hacerlo, porque me jode también todo esto, como que se mate a creadores o que se retire a Jorge Volpi de Italia, con un argumento tan bizarro como endeble y ridículo, así como así.