*Texto publicado originalmente bajo el seudónimo de Andrés de la Calle en el número 3 de la hoy extinta Revista del Auditorio.
El que un exótico –y en ocasiones molesto- mar luminoso
de pantallas azuladas nos impida la correcta vista de un escenario en un
concierto no es nada nuevo; quejarse de ello suena más bien a lugar común y condenarlo es
ya deporte nacional.
Roger Waters tiene una especial predilección por
finalizar sus conciertos interpretando The
tide is turning, tema con que cierra su álbum en solitario de 1987, Radio
K.A.O.S., y la última gira que realizó por México presentando el renovado The Wall no fue la excepción.
Sin
embargo, en la fecha del 18 de diciembre de 2010, durante su primera tanda de
conciertos –recordemos que regresó al Foro Sol en 2012- Waters hizo una
alocución muy singular ante su público: “Me dijeron que México es especial; que
los conciertos aquí tienen una magia particular y quiero confirmarlo.
Amablemente les solicito que todos saquen sus móviles y los enciendan, para
atestiguar este momento”. Al momento, más de 15 mil destellos iridiscentes
iluminaron el recinto ante los fascinados ojos de un incrédulo Rogers Waters
que, en ese ambiente, comenzó a construir un epílogo singular con la
colaboración electrónica y la voz de las 18 mil almas congregadas que coreaban The tide is turning en lo que bien
podría llamarse un acto litúrgico.
En mayo del 2012, cuando The Stone Roses regresaron a
los escenarios después de un largo hibernar durante 16 años, Ian Brown, líder
de la legendaria banda indie, se dirigió al público con las siguientes
palabras: “si apagan sus cámaras, probablemente les sea posible vivir el
momento”. Los Yeah Yeah Yeahs, por
su parte, instalaron sendos letreros a la entrada de sus conciertos en los que
se leía la leyenda: “Por favor, no mires el concierto a través de la pantalla
de tu dispositivo móvil. Por respeto y cortesía a la persona detrás tuyo y a la
banda, guarda el maldito aparato”.
Asumiendo que se trata de una tendencia con el objeto de
preservar momentos inolvidables por la simple razón de contar ahora con la
posibilidad tecnológica de hacerlo, entonces ésta va en aumento. Pero lo cierto es que una inmensa
mayoría de quienes han fotografiado o videgrabado alguna parte de un concierto
con algún dispositivo móvil, no vuelven a verlo nunca y mucho menos llegan a
descargarlo en una computadora. Nos cuesta imaginar a alguien haciendo un álbum
fotográfico o de videos de sus conciertos, como si fuera una página dedicada a
fotografías de acontecimientos relevantes de la familia.
Entonces, ¿por qué sustituir el iris por una retina
digital?. ¿Qué es lo que produce el acto reflejo de tomar nuestro teléfono
móvil y disparar incansablemente durante un concierto o un espectáculo? Los
detractores y ortodoxos aducen argumentos simplistas como falta de educación y
poca cultura; “la tecnología tan a la mano”, dicen. Los más avezados hablan del fenómeno del irrefrenable deseo
que genera la necesidad de compartir
con el mundo, a través de las redes sociales, experiencias únicas a los que los demás no han tenido acceso. Es la historia de
la autoafirmación que dista mucho de la simple banalidad de preservar una
memoria. Y entre compartir (share) y hacer saber hay una considerable
diferencia.
Este peculiar fenómeno que ha evolucionado y se ha
sofisticado al paso mismo de la tecnbología, ha ido in crecendo y no es privativo de los conciertos de rock o de pop,
ni está identificado con un sector poblacional o edad determinado de los
asistentes; lo encontramos por igual en espacios abiertos que cerrados, en
conciertos de jazz o música contemporánea, al igual que en las salas de música
de concierto, las cuales han comenzado a sufrir los embates de esta tendencia y
barajan actualmente la posibilidad de instalar dispositivos para evitar el uso
de móviles. Pero estas medidas sólamente inhibirían la comunicación, pero no
las funciones de cámara de los dispositivos, lo que les deja de nuevo en punto
cero. Pero no todos son apocalípticos. Algunas orquestas como la Sinfónica de
Detroit han invitado a su público a fotografiar y grabar sus conciertos con el
propósito de subir este material a todo tipo de plataforma de red social para
que funcione como promoción. Y en algunos casos el tamaño sí importa: sin
recato ni pudor alguno, hay quien echa mano de un iPad para grabar a manos
llenas –literalmente- un concierto durante una hora y media, o el tiempo que su
presupuesto para tarjetas de memoria le permita.
El debate ha sido parte fundamental de la industria en
los últimos años, y aún no se logra un consenso sobre el verdadero efecto de
esta situación, en la que una
parte del público ha llegado al extremo de pagar un boleto para un concierto
con el único objeto de verlo de forma virtual, a través de la pantalla de su
teléfono, es decir, la virtualización de los espectáculos en vivo.
El caso de Roger Waters bien podría tomarse como el paso
de una ciudadanía que ha dejado de fumar y ahora expresa con la luz de los
displays de sus celulares lo que en los 80 y 90 hacía con los encendedores
(mecheros). Y a pesar de que la ortodoxia ha decretado que los móviles en los
conciertos son de mal gusto, las tendencias tecnológicas dicen lo contrario.
Un concierto es un espacio donde coinciden personas de
diferentes credos, ideologías y estratos sociales con el fin de compartir un
espacio/tiempo común, que es la interacción del ellos como público con el
objeto de la devoción, que es el artista, que sin su público, simplemente
dejaría de existir. Unos se necesitan a otros. Y el móvil es una extensión de
esta comunión; es llevar a un nivel de trascendencia la necesidad inmediata de
expresarse poniendo en línea lo que sucede al momento. Pero es la espada de
Damocles la que rige este nuevo ritual: simplemente observar y vivir el
momento, como exige Ian Brown de The Stone Roses; preservar una memoria para el
muy personal acervo gráfico o la necesidad de demostrar que se tiene acceso a donde los demás no, y
hacerlo saber.
Es innegable que la experiencia de la música en vivo se
ha visto modificada apenas a una década de que los teléfonos inteligentes
irrumpieran despiadadamente y dictaran nuevas formas de conducta en las
diferentes sociedades, situación que hace obligatorio repensar la relación
espacio – tiempo, que nos acerca a la interpretación de un sentido totalmente
nuevo, donde el tiempo de un concierto puede ser cualquiera –incluso alguno al
que no nos hemos enterado que hemos asistido- y donde el espacio no es otro más
que la nube de internet.
Y lo que sigue es el canto de las sirenas, así que
habría que escoger a qué mástil nos atamos.