martes, 10 de marzo de 2015

Del iris a la retina digital(*)

*Texto publicado originalmente bajo el seudónimo de Andrés de la Calle en el número 3 de la hoy extinta Revista del Auditorio. 

El que un exótico –y en ocasiones molesto- mar luminoso de pantallas azuladas nos impida la correcta vista de un escenario en un concierto no es nada nuevo;  quejarse de ello suena más bien a lugar común y condenarlo es ya deporte nacional.
Roger Waters tiene una especial predilección por finalizar sus conciertos interpretando The tide is turning, tema con que cierra su álbum en solitario de 1987, Radio K.A.O.S., y la última gira que realizó por México presentando el renovado The Wall no fue la excepción. 
Sin embargo, en la fecha del 18 de diciembre de 2010, durante su primera tanda de conciertos –recordemos que regresó al Foro Sol en 2012- Waters hizo una alocución muy singular ante su público: “Me dijeron que México es especial; que los conciertos aquí tienen una magia particular y quiero confirmarlo. Amablemente les solicito que todos saquen sus móviles y los enciendan, para atestiguar este momento”. Al momento, más de 15 mil destellos iridiscentes iluminaron el recinto ante los fascinados ojos de un incrédulo Rogers Waters que, en ese ambiente, comenzó a construir un epílogo singular con la colaboración electrónica y la voz de las 18 mil almas congregadas que coreaban The tide is turning en lo que bien podría llamarse un acto litúrgico.


En mayo del 2012, cuando The Stone Roses regresaron a los escenarios después de un largo hibernar durante 16 años, Ian Brown, líder de la legendaria banda indie, se dirigió al público con las siguientes palabras: “si apagan sus cámaras, probablemente les sea posible vivir el momento”.  Los Yeah Yeah Yeahs, por su parte, instalaron sendos letreros a la entrada de sus conciertos en los que se leía la leyenda: “Por favor, no mires el concierto a través de la pantalla de tu dispositivo móvil. Por respeto y cortesía a la persona detrás tuyo y a la banda, guarda el maldito aparato”. 

Asumiendo que se trata de una tendencia con el objeto de preservar momentos inolvidables por la simple razón de contar ahora con la posibilidad tecnológica de hacerlo, entonces ésta va en aumento.  Pero lo cierto es que una inmensa mayoría de quienes han fotografiado o videgrabado alguna parte de un concierto con algún dispositivo móvil, no vuelven a verlo nunca y mucho menos llegan a descargarlo en una computadora. Nos cuesta imaginar a alguien haciendo un álbum fotográfico o de videos de sus conciertos, como si fuera una página dedicada a fotografías de acontecimientos relevantes de la familia.

Entonces, ¿por qué sustituir el iris por una retina digital?. ¿Qué es lo que produce el acto reflejo de tomar nuestro teléfono móvil y disparar incansablemente durante un concierto o un espectáculo? Los detractores y ortodoxos aducen argumentos simplistas como falta de educación y poca cultura; “la tecnología tan a la mano”, dicen.  Los más avezados hablan del fenómeno del irrefrenable deseo que genera la necesidad  de compartir con el mundo, a través de las redes sociales, experiencias únicas a los que los demás no han tenido acceso. Es la historia de la autoafirmación que dista mucho de la simple banalidad de preservar una memoria. Y entre compartir (share) y hacer saber hay una considerable diferencia.

Este peculiar fenómeno que ha evolucionado y se ha sofisticado al paso mismo de la tecnbología, ha ido in crecendo y no es privativo de los conciertos de rock o de pop, ni está identificado con un sector poblacional o edad determinado de los asistentes; lo encontramos por igual en espacios abiertos que cerrados, en conciertos de jazz o música contemporánea, al igual que en las salas de música de concierto, las cuales han comenzado a sufrir los embates de esta tendencia y barajan actualmente la posibilidad de instalar dispositivos para evitar el uso de móviles. Pero estas medidas sólamente inhibirían la comunicación, pero no las funciones de cámara de los dispositivos, lo que les deja de nuevo en punto cero. Pero no todos son apocalípticos. Algunas orquestas como la Sinfónica de Detroit han invitado a su público a fotografiar y grabar sus conciertos con el propósito de subir este material a todo tipo de plataforma de red social para que funcione como promoción. Y en algunos casos el tamaño sí importa: sin recato ni pudor alguno, hay quien echa mano de un iPad para grabar a manos llenas –literalmente- un concierto durante una hora y media, o el tiempo que su presupuesto para tarjetas de memoria le permita.

El debate ha sido parte fundamental de la industria en los últimos años, y aún no se logra un consenso sobre el verdadero efecto de esta  situación, en la que una parte del público ha llegado al extremo de pagar un boleto para un concierto con el único objeto de verlo de forma virtual, a través de la pantalla de su teléfono, es decir, la virtualización de los espectáculos en vivo.


El caso de Roger Waters bien podría tomarse como el paso de una ciudadanía que ha dejado de fumar y ahora expresa con la luz de los displays de sus celulares lo que en los 80 y 90 hacía con los encendedores (mecheros). Y a pesar de que la ortodoxia ha decretado que los móviles en los conciertos son de mal gusto, las tendencias tecnológicas dicen lo contrario.

Un concierto es un espacio donde coinciden personas de diferentes credos, ideologías y estratos sociales con el fin de compartir un espacio/tiempo común, que es la interacción del ellos como público con el objeto de la devoción, que es el artista, que sin su público, simplemente dejaría de existir. Unos se necesitan a otros. Y el móvil es una extensión de esta comunión; es llevar a un nivel de trascendencia la necesidad inmediata de expresarse poniendo en línea lo que sucede al momento. Pero es la espada de Damocles la que rige este nuevo ritual: simplemente observar y vivir el momento, como exige Ian Brown de The Stone Roses; preservar una memoria para el muy personal acervo gráfico o la necesidad de  demostrar que se tiene acceso a donde los demás no, y hacerlo saber.

Es innegable que la experiencia de la música en vivo se ha visto modificada apenas a una década de que los teléfonos inteligentes irrumpieran despiadadamente y dictaran nuevas formas de conducta en las diferentes sociedades, situación que hace obligatorio repensar la relación espacio – tiempo, que nos acerca a la interpretación de un sentido totalmente nuevo, donde el tiempo de un concierto puede ser cualquiera –incluso alguno al que no nos hemos enterado que hemos asistido- y donde el espacio no es otro más que la nube de internet.


Y lo que sigue es el canto de las sirenas, así que habría que escoger a qué mástil nos atamos.