sábado, 22 de enero de 2011

Did mobile kill the lighter?

1988: Las luces del legendario estadio Camp Nou de la ciudad de León, en el estado de Guanajuato, se apagan y Carlos Santana aparece sobre el escenario. El respetable ha consumido ya buena parte del césped del recinto deportivo, a falta de todo lo que se quedó el personal de seguridad en las puertas de acceso. Es la época en que los conciertos masivos sólo podían hacerse fuera de la Ciudad de México. Black magic woman suena en los amplificadores y el estadio se ilumina con la luz de miles de encendedores y cerillos que el público enciende para acompañar la pieza. Nace una tradición.

2010. Al final del mítico concierto de The Wall en el Palacio de los Deportes de la Ciudad de México, Roger Waters sube al escenario y dice: "Recuerdo que la primera vez que vine hicieron ustedes algo con los celulares; los encendieron y esto se veía magnífico. ¿Lo pueden hacer de nuevo mientras tocamos la siguiente canción?". El público responde y enciende sus móviles que retratan a un Roger Waters que, a su vez, mira arrobado el espectáculo lumínico.

Desde que el apresurado desarrollo de las tecnologías de información y comunicación han hecho los celulares accesibles a la mayor parte de la población, (lo que coincide con la prohibición de fumar en los recintos), los móviles han sustituido en los conciertos a los encendedores y cerillos a la hora de las baladas. Una tradición que, según Waters, "sólo se ha visto en México".

Hasta allí, todo bien.

Pero con la aparición de los móviles con video, la experiencia ha cambiado. Ya no se encienden las cerillas y los encendedores. Ahora, como en el concierto de The Wall, son los teléfonos celulares los que tienen a su cargo esa función, pero con una característica más: la grabación en video.

Cuando los celulares con funciones para tomar y enviar fotografías inundaron el mercado, hubo artistas que satanizaron esta práctica por sentir que atentaba contra los derechos de su imagen, como Alanis Morissette. Otros como Jay-Z la aplaudieron, porque al cabo del tiempo, se convertirían en un importante vehículo promocional con cargo al usuario. Evidentemente, Jay-Z llevaba la razón.

Pero el fenómeno ha ido más allá.

Asistir a un concierto o un espectáculo en vivo es una experiencia única que no se puede comparar con escuchar un disco o ver un DVD. El público paga un boleto por tener la posibilidad de exponer todos sus sentidos a una vivencia probablemente inigualable y su atención total en el objeto de su devoción: el artista y su creación; es hacer que entren sensaciones por los poros y que el reflejo sea una descarga de energía que recorre la piel y la pone de gallina.

Pero el celular es una nueva televisión; un nuevo medio. La experiencia hoy en día de muchos asistentes a conciertos consiste en encender el móvil en la función de video para guardar para la posteridad el recuerdo de su asistencia a esta experiencia, pero lo que hacen es ver el concierto a través del monitor del aparato, olvidándose de mirar el escenario.

Cada vez es más usual ver un alto porcentaje del público haciendo algo -grabar o tomar fotografías- que en teoría, no está permitido. Pero ese es un caso más en el que la tecnología va dictando las reglas de la legislación incluso antes de que podamos reaccionar. Pero eso es motivo de otro texto.

Personalmente nunca lo he hecho, y desconozco si grabar un concierto en mi teléfono para reproducirlo después en casa podrá reactivar las emociones que me genera una presentación en vivo. Honestamente, lo dudo mucho. Proablemente el placer radica en la posibilidad de compartirlo con la comunidad vitual a través de las mútiples herramientas que dan acceso a las redes sociales. Pero es claro que hay gente a la que esto le llama la atención y debe existir algún truco que aún no he descubierto.
Mientras eso sucede, seguiré viendo cómo una parte importante de la gente asiste ahora a los conciertos en vivo a través del view finder de sus celulares.

Habrá que experimentar.




sábado, 15 de enero de 2011

José Luis Chan: Padre de una gran familia


En la mayoría de las orquestas existen 3 familias de instrumentos: alientos, cuerdas y percusiones con sus respectivas subdivisiones -como en todas las familias- dependiedo del nivel de ortodoxia, pero al no ser el caso del presente texto, no perderemos tiempo en mencionarlas.



El concertino es, en poquísimas palabras, el primer violín de una orquesta y tiene a su cargo la ejecución de los compases marcados como solistas en la sección de los violines primeros.
Llegar a ser concertino de una orquesta conlleva, como es de suponer, años de práctica diaria con largas horas de lectura de partituras complejas llenas de puntos blancos y negros, cuadros, signos de gatos, "bes" torcidas y eternas sesiones de ensayo -en solitario y en grupo- para montar un movimiento de cualquier obra.

Para alcanzar tal distinción se debe comenzar a muy temprana edad a ejecutar el violín, y a los 12 años de edad, José Luis Chan se presentó por vez primera como solista acompañado de la Orquesta Sinfónica de Yucatán en su natal Mérida.

A partir de allí, su peregrinaje lo llevó primero a Xalapa y después a Viena, donde estuvo 8 años como integrante de la Orquesta Sinfónica de la Radio y Televisión de Austria y de la Ópera de Cámara de Viena, para posteriormente trasladarse a Barcelona donde llegó a ser concertino de la Orquesta del Gran Teatre del Liceu de esa ciudad, además de dirigir la Orquesta de Cámara de l'Empordà y ser parte de la Orquesta Sinfónica del Principado de Asturias.

20 años en total son los que José Luis Chan invirtió en Europa en ser el primer violín de varias orquestas e impulsor de proyectos culturales en toda región que pisó.

José Luis habla bajo, despacio, pausado, y su complexión baja no parece ir de acuerdo con lo que más le apasiona interpretar: las óperas de Wagner. "La tetralogía del Anillo del Nibelungo dura en total como 12 horas -comenta ante un café helado por el intenso frío de Nueva York- pero evidentemente nunca la tocábamos de corrido, pero sí podíamos hacer las cuatro en dos semanas". Y recuerda cómo después de cada concierto, los músicos tenían derecho a una sesión de masaje de relajación, pagado por la Orquesta, para aligerar la tensión acumulada de los conciertos.

De origen maya, José Luis se nacionalizó español y tiene dos hijas que nacieron en Europa y viven en Viena. "Decidieron quedarse allá a estudiar -comenta no sin cierta pesadumbre- y espero que vuelvan pronto, pero como padre de familia, no debo interferir en sus elecciones".

Sin embargo, hay otra familia en la que sí incide. José Luis es ahora titular de la Orquesta Sinfónica Juvenil de Yucatán, donde enseña y promueve la música de concierto entre los niños mayas, y en la que los de más edad tienen también la obligación de enseñar a los más pequeños.

"Cuando salí de México, no pensé quedarme tantos años en Europa. Pero cuando iba en el avión, me hice una promesa: regresar a México para devolverle todo lo que me había dado, y lo he podido hacer a través de los niños", dice el también ex-director huésped de la "Orcherster du Catalogne" en Francia y actual Direcrtor Artístico del Festival de Música Sacra "Les Pasqüetes" en Ceret, también en ese país.

Hombre de una sencillez abrumadora y una modestia nada fingida, se siente un tanto incómodo al hablar de sí mismo y se emociona abiertamente cuando menciona lo que es trabajar con los niños mayas.

Después de una charla de más de dos horas, se queja del frío y comenta que al regresar a Mérida dio de baja todo su ajuar invernal, lo que me hizo recordar a este padre de familia un chiste que alguna vez me contara su paisano, el maestro Armando Manzanero: "En Mérida hace mucho frío, pero por el calor, no se siente". Se ríe con una carcajada franca y apura el paso acomodándose el gorro hacia el Old Castle, para cambiar el café por un whisky, en una noche de Nueva York en la que ha comenzado a nevar.