La mañana estaba fría y todos bostezábamos en el salón de clase. La verdadera historia estaba lejos de saberse y la incredulidad y la desazón formaban una amalgama difícil de deglutir. Una realidad a la que no sabíamos por dónde entrar. Era necesario hacer algo, pero no sabíamos por dónde comenzar. A este texto le tomó 30 años nacer.
Una mañana de leyes.
Bajo el argumento de que había habido una sobredemanda por las áreas químico biológicas en el último año de preparatoria, las autoridades escolares decidieron abrir dos grupos del área destinada a encauzar -o desalentar, como fue mi caso- el interés del alumnado de continuar por los derroteros de estas disciplinas, mismos que dividieron por orden alfabético de apellido en Área II y Área II'. Por el nombre de mi familia, quedé en este segundo grupo que estaba sentenciado a tomar clase de derecho constitucional dos días a la semana a las 7 de la mañana.
El salón estaba situado en uno de los extremos del segundo piso del edificio de la preparatoria del Colegio Madrid, y la clase la impartía un profesor de nombre Fernando y un apellido que no es importante; el nombre tampoco lo es, pero por alguna razón lo recuerdo.
A las 7:19, como de costumbre, estaba sentado en la última banca al lado de la ventana y al pie de la pared que ponía final al salón cuando escuché a alguien decir las dos palabras mágicas que a la fecha constituyen la inconfundible señal de alarma transgeneracional: "está temblando". Puedo estar casi seguro de que fue Claudia Berea quien las pronunció al tiempo que se dirigía hacia la puerta de aluminio rojo por donde pasaríamos después.
A esa misma hora, en Mixcoac, alguien entra en un cuarto de baño para advertir a mi padre del movimiento telúrico, pero se le adelantan. -"¿Está temblando?-" preguntó el médico bajo el agua, y el otro, por no asustarlo, contesta que no. -"Entonces me está dando una embolia-".
Fuimos varios los que en apariencia no nos alarmamos demasiado mientras rumiábamos el fatídico "ahora pasará", que tantas vidas habrá costado. Pero no cedía. El movimiento era continuo, en círculos y poco violento, y caminar en esas condiciones era más parecido a intentar deambular por la borda de un bote con un mar inquieto, pero que no representa mayor peligro. Mientras, el tiempo iba consumiendo lo que quedaba de tranquilidad.
Éramos el único grupo en clase en todo el Colegio -los demás entraban a las ocho- y éramos pocos en el salón. Pero recuerdo bien algunas caras: Samantha Maerker, Elisa Pérez-Barbosa, Celina Rodríguez, Verónica Bunge (creo) y Guillermo Valdés.
1985. No existía la teoría del "triángulo de la vida", los protocolos de repliegue, las alarmas sísmicas los simulacros de evacuación o las reglamentaciones de "Protección Civil". Lo único que teníamos como referencia era que un par de años antes, en un temblor un tanto menor, algunas paredes de los baños del colegio se habían derrumbado y dejaban a la vista esos misteriosos espacios que en secundaria siempre se quieren conocer: el baño del sexo opuesto. Fuera de eso, el temblor de 1957, cuando se cayó el Ángel de la Independencia, era una historia más que contaban los padres y los abuelos, y todos coincidían en decir: "si tiembla, te pones debajo del marco de la puerta". Nunca supe por qué esta teoría. Habría que preguntarla a un ingeniero.
Debido a mi situación geográfica en el salón, fui el último en levantarme de la banca y en emprender el camino hacia la puerta, la cual, y gracias a consejos ancestrales, estaba atascada con 5 o 6 personas que permanecían justo allí sin moverse, sintiéndose más seguras. A la mitad del camino entre la banca y la puerta llegó el latigazo, seco y sin aviso. La tierra ya no giraba; rugía y se sacudía con fuerza, como un perro recién bañado. El gemido sordo de los segundos iniciales cedió al franco crujir de las columnas de concreto y al estruendo de los ladrillos cayendo por el pasillo por el que intentábamos alcanzar la escalera que nos llevaría a "tierra firme".
Como obleas gigantes, el plafón de yeso blanco del techo comenzó a caer sobre nosotros. El asta del Colegio, aquella donde a la fecha ondean las banderas de México y la de la República Española era un gigantesco metrónomo geológico sin ritmo coherente.
Llegamos hasta la escalera, tan sólo para darnos cuenta de que no podríamos bajar. El movimiento era tal, que los cuerpos de los edificios -el de salones y el de las escaleras- golpeaban furiosos uno contra otro y hacían saltar el mosaico del piso, mientras que las bocas de los desagües de los techos cedían al despiadado torcimiento al que estaban siendo sometidos. Allí, asidos a las columnas con los brazos y piernas, todo era ruido y silencio; era premonición, terror e indefensión. Era la insignificancia de la especie humana ante un tenue reacomodo de la amodorrada naturaleza.
Dos minutos son una eternidad abrazando una columna que se mueve, y que no es precisamente el mástil al que Ulises se ató para no tirarse a las sirenas.
Algunos lograron bajar antes de los que nos quedamos detrás. Temerosos pero convencidos que la ausencia de ruido era también ausencia de movimiento, soltamos amarras y nos aventuramos a dar los pasos hacia abajo. De la planta baja del edificio ninguna puerta podía abrirse; las columnas habían estallado por el esfuerzo al torcerse y la policía que llegó casi en seguida, no dejaba entrar a nadie a las instalaciones del Colegio, pero tampoco nos dejaba salir a los que habíamos estado allí.
Pichi llegó en su Dart K rojo. Ella iba en Área I y entraba a las 8. No había sentido nada en el trayecto. Estábamos muy lejos de imaginar la magnitud de las cosas. Miramontes, el Instituto Cultural, el Multifamiliar Juárez, el Hotel Regis, Televisa, el Superleche, el edificio Nuevo León en Tlatelolco, las vías botadas en Álvaro Obregón, el maltrecho edificio del consultorio de mi padre y la orfandad a la que nos sometieron el permanente hedor a gas y la penumbra de muchas colonias, no estaban aún en el horizonte.
Se suspendieron las clases. Nos fuimos varios a casa de Pichi a pasar la mañana y en el trayecto escuchamos en la radio el verdadero deterioro de la ciudad. No era cierto; no podía serlo. Alguien manipulaba la información. El gobierno siempre lo había hecho y esta vez no era la excepción. ¿Cómo creer a un mensaje unificado en la radio cuando antes lo único que se transmitía en cadena nacional era el informe presidencial? Seguro mienten. Todas las emisoras. Pero... no había tele. No había canal 2; el medio estandarte gubernamental para difundir mensajes políticos no estaba al aire.
En Mixcoac, el doctor salió de bañarse y le dio poca importancia al movimiento. Uno más. Llevó a su hija a Ciudad Universitaria y se fue al Instituto Nacional de Cardiología, para que por la tarde encontrara el edificio de Mabe, en Insurgentes, Monterrey y Álvaro Obregón en un estado lamentable. El banco Serfín, contraesquina del consultorio, estaba en ruinas. El gerente que llevaba la sucursal y las cajeras que le atendían ya no estaban. Todos habían muerto. Incluso el bolero de la esquina corrió con la misma suerte. Con la misma muerte.
La réplica y la (des)información.
María vivía en Madrid. En el periodismo, lo que hace nota es lo inusual. En el caso del sismo del 85, la nota era todo lo que se había caído. A nadie importaba lo que seguía en pie. La información que surgía en las primeras horas del sismo era demasiada, pero muy confusa y anárquica. Ante la total falta de cohesión de un mensaje oficial por parte del gobierno de Miguel de la Madrid, emisoras y diarios se dieron a la tarea de obtener la información de donde se debe: de la calle, y no del boletín. Todos coincidían. El número de muertos extraoficial era mucho mayor al estimado por las autoridades. Bastaba con hacer un pequeño cálculo. A saber, un edificio de Tlatelolco: 8 departamentos por piso; 4 personas promedio por departamento; 20 pisos. 640 personas en un solo lugar.
Hacia afuera, todo estaba devastado y las comunicaciones totalmente caídas. No había forma de comunicarse con el exterior. Años después María comentaba cómo se le estrujaban las entrañas de ver todos los edificios conocidos en el piso y de imaginar que la ciudad estaba completamente hecha añicos. "-Nadie nos dijo lo que estaba bien; todo era mostrar lo que estaba mal. Imaginamos siempre lo peor. Y más aún sin poder comunicarnos-" decía.
El resto del 19 fue la anarquía. Alguien había puesto la bota sobre el hormiguero y faltaba organizarse para reaccionar. Las hormigas, faltas de orden y roto el origen, buscaban espacios para reaccionar ante una magnitud que aún no se conocía. La mañana del 20 fue distinto. La sociedad se había organizado. Asumió su orfandad ante la inoperancia gubernamental y echó mano de sus propios recursos de supervivencia.
Brigadas de rescate, agua y comida para los brigadistas, coches disponibles para el traslado de heridos, y un sin fin de recursos que aparecieron como por generación espontánea en una sociedad que había parecido aletargada por años.
(Izquierda a derecha: Verónica Bunge, Constanza de la Macorra, Elisa Pérez-Barbosa, Samantha Maerker. La fotografía la tomé prestada de una página de FB)
Para la tarde del 20 organizamos una brigada a la Colonia Roma, una de las más dañadas. No había luz y el olor a gas era permanente. Caminar por la avenida Álvaro Obregón y sus alrededores era imaginar Beirut después de un bombardeo: edificios derrumbados, árboles caídos Comenzamos a trabajar quitando escombros en la esquina de Monterrey y Coahuila, en lo que hasta hacía 24 horas había sido una ferretería y donde se escuchaba gente atrapada. Cuando llegó la réplica a las 19:38, las únicas luces que había eran las de los autos aparcados allí y algunas linternas. Todos nos dispersamos al centro del cruce de las calles y la pared de la tlapalería cedió ante el peso del techo, que se deslizó casi sin ruido hasta abajo. De las voces atrapadas que pedían ayuda sólo quedó el silencio.
Esa noche sí necesité más de un güisqui.
Los días posteriores fueron complejos y se vivieron dos realidades. La del apoyo solidario de la sociedad civil que removía escombros y acarreaba cubetas de agua, y la del gobierno intentando poner un orden informativo que nadie creyó nunca. La cifra oficial fue de 3,692 muertos; la extraoficial, la que todos manejamos siempre y que observamos, era muy superior. En esos días y durante las labores de brigada, conocimos a personas y nos hermanamos con gente a la que después nunca volvimos a ver. Pero era suficiente con saber que podías confiar. Simplemente confiar.
Con los días, las labores de rescate en algunos edificios fueron dando paso a escombros marcados con cal y el hedor a muerte que salía del parque de beisbol del Seguro Social, convertido en una y gigantesca morgue a donde familiares llegaban a buscar a sus desaparecidos, inundaba la zona de Narvarte. La posibilidad de encontrar más sobrevivientes se debilitaba cada hora.
Un epitafio.
Había que volver al colegio, pero éste se mantuvo cerrado por un mes en lo que se acondicionaban aulas temporales para poder terminar el año escolar. El edificio de la preparatoria no se volvió a utilizar sino hasta el ciclo siguiente, y las barras rojas que ahora ostenta la estructura son producto del reforzamiento del que fue objeto en esos días. A nosotros, los dos salones de Área II, se nos acondicionaron espacios dentro de la biblioteca general del Colegio.
Lentamente, con tropiezos y pausas, la ciudad se arrastraba para retomar de nuevo su anárquico ritmo, y la sociedad reaprendía esquemas de conducta cívica que duraron un par de años más, bajo el yugo de una paranoia telúrica que prevalece hasta nuestros días, aunque quizá un poco más conscientes. Aprendimos los protocolos de protección civil que a partir de entonces se implementaron y sabemos de simulacros. Pero el instinto siempre nos hará querer correr.
Al año siguiente, 1986, todo era el Mundial. El Estadio Azteca entero le recordó al presidente De la Madrid que recordaba el sismo con una rechifla monumental en el partido inaugural. Un año después del sismo, México había perdido algo más que un partido contra Alemania en Monterrey.
(Fotografía de Austral Foto)
Y nunca fuimos los mismos.....gran texto! felicidades
ResponderEliminarRecuerdo que después del temblor tuvieron que poner los famosos "gallineros" para que tomaramos clases. Excelente articulo Pancho!
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